lunes, 4 de agosto de 2014

Chikunguya: Memorias del subdesarrollo



No es posible concebir un modelo matemático mínimamente elegante que no de cuentas de que a finales de octubre del año en curso (2014) todos los dominicanos hayamos sido picados por un mosquito Aedes aegypti o un Aedes albopictus infectado por el virus de la Chikungunya. Pero ¿cómo pudo suceder?

Según los números oficiales, en República Dominicana tenemos al 2 de agosto del 2014 193,395 víctimas de la epidemia del momento. Curiosamente, este número contrasta notablemente con todos los números que no salen del sector oficial; por ejemplo, se habla de que más de un sesenta por ciento de los hogares ya ha sido afectado por el virus; luego, si se asume que un hogar promedio tiene cinco personas, y que la enfermedad ha sido padecida solo por una persona de esas casas (para ser ultra conservador), estaríamos hablando de que el doce por ciento de la población ya ha padecido el mal, esto es, un millón doscientos mil dominicanos.

Hay otros números aun más fatalistas, como los que propone el empresariado dominicano cuando habla de que ha tenido un veinte por ciento de ausentismo laboral por la «fiebre» (literalmente) del momento. Si se considera que la muestra con la que pudiera contar el empresariado es significativa (y no veo por qué no) estamos hablando de que dos millones de dominicanos ya han padecido, o están padeciendo, de este mal.

Pero ante toda esta confusión, creo que los números más creíbles son los que usted ve a su alrededor: converse con la gente, interróguela, y dígame usted si al menos el diez por ciento de la gente de carne hueso, aquella que usted frecuenta día a día, no está «a la moda».

Una vez más, ¿por qué pasó?

Se ha dicho que el virus llegó al Caribe en noviembre del año 2013, y a nuestro país en febrero del 2014. Los primeros brotes de la enfermedad ocurrieron en Haina, por lo que presumiblemente algún visitante habría venido al puerto de esa localidad, más adelante habría sido picado por alguno de los mosquitos transmisores, y a partir de ahí se habría empezado a esparcir el mal.

Pero he aquí el dilema: en cualquier país que funcione (no una jungla) tan pronto se detectan los primeros casos de una nueva y extraña enfermedad los pacientes deben ser aislados, de modo tal que el resto de la población no tenga que ser contagiada.

Ese es el único camino posible para evitar la epidemia, no hay otro; es inútil, después de que la epidemia ha alcanzado un cierto número de víctimas, tratar de contenerla; es ver cumplir una vez más aquel refrán que reza: «el dominicano compra el candado después que le roban».

Cuando la  epidemia comenzaba a tomar fuerza (mayo del 2014) el presidente Medina anunció que una tropa de ¡CUTROCIENTOS MIL DOMINICANOS! harían una jornada de ir casa por casa a eliminar los criaderos de mosquitos. Pero, un momento, ¿¡cuatrocientos mil dominicanos!? ¿no le parece, señor presidente, un poco exagerada la cifra? Pero, en cualquier caso, a tres meses del inicio de la epidemia ya se había hecho tarde para «ablandar habichuelas».

No quiero ser mal interpretado: ojalá hubiese este tipo de jornadas como forma preventiva —aunque sea por la décima parte de los voluntarios que se anunció—, siempre hemos sabido que los mosquitos son transmisores de enfermedades, y que es una responsabilidad de Salud Pública controlar los criaderos de ellos, así como concientizar a la comunidad dominicana a hacer todo lo que esté en sus manos para que trabajen en esa dirección. Pero es de mal gusto la demagogia de que citando una cifra imposible (uno de cada 25 dominicanos) se iban a involucrar en una tarea inútil de cara al propósito para el cual supuestamente se hacía.

Hoy se habla de que el virus está esparcido en prácticamente todo el continente, y se dice que en el caso de al menos once de esos países (Chile, Colombia, Costa Rica, Nicaragua, Gran Cayman, Perú, Venezuela, Panamá, Estados Unidos, Puerto Rico, Paraguay) han recibido el virus importado desde nada más y nada menos que República Dominicana; país que, a la fecha de hoy, tiene el setenta por ciento de todos los casos de infección oficial en nuestra América, y el único de ellos que, hasta el momento, tiene víctimas mortales de esa enfermedad. Hoy, varios de esos países piden sanciones, a organismos internacionales, contra el nuestro por no haber tomado las medidas de lugar contra esta epidemia.

Imagínese usted, solo imagine, que alguno de esos países prohibiera los vuelos de nuestro país hacia el de alguno de ellos —verbigracia Estados Unidos—, ¿cuál sería la consecuencia de una decisión como esa?, amén del daño que esta  epidemia tiene que haberle hecho al turismo —por más que el secretario de turismo se empeñe en decir lo contrario—. Me recuerda a aquella vez que la economía dominicana estaba «blindada», pero que no era tan «blindada», pero que después se «desblindó».

Ahora bien, empecé diciendo que no hay modelo matemático que no indique que prácticamente toda la población, a finales de octubre, iba a ser picada por alguno de los dos mosquitos transmisores, ya infectados, de la Chikungunya; sin embargo, los expertos dicen que solo entre el treinta y el setenta por ciento de la población padecerán de este mal, basado en la experiencia de otros países.

El problema es que no se nos explica por qué razón el mal llegaría a contenerse aun cuando no hay forma de que prácticamente todos los dominicanos recibamos la «inyección» de la enfermedad: ¿hay alguna condición especial en esos países que permite contener la enfermedad (quizás que tengan zonas donde no hayan mosquitos)? ¿Es adecuado —sin saber el por qué― extrapolar esos datos a RD? ¿Es algo en el ambiente que hace que nos volvamos inmune? ¿No todos los que sean «inyectados» padecerán los síntomas de la enfermedad, según cómo esté su defensa? En realidad, ¿cuál sería la razón para que todos caminemos por el lodazal sin que necesariamente todos nos enlodemos?

Pero, vayamos a la hipótesis (otra vez, conservadora) de que solo el treinta por ciento de la población será infectada, es decir, tres millones de personas, que si se multiplica por cuarenta y ocho horas (tiempo mínimo de fuertes padecimientos) tendríamos entonces ciento cuarenta y cuatro millones de horas de sufrimiento agudo innecesario. Pero amén del sufrimiento, ¿cuántas de estas horas habrían sido dedicadas a la producción? Recuerden las cifras emitidas por el empresariado.

Pero la imagen internacional, el efecto contra el turismo, los millones de horas dedicadas al sufrimiento innecesario y los millones de horas de producción perdida no son las únicas consecuencias de esta epidemia, para citar un ejemplo sencillo, hace unos días la selección femenina de volleyball acaba de tener una presentación vergonzosa frente a la selección de Italia: adivinen qué, tres de nuestras jugadoras estelares padecían de la Chikungunya.

Entonces vienen los pronósticos no debidamente explicados, el horripilante manejo de Salud Pública de este virus, la demagogia de los cuatrocientos mil soldados imaginarios que van a terminar con los criaderos de mosquitos y las cifras oficiales tan infinitamente divorciada de la realidad, que no me parece extraño que la mayor parte de la población aún piense que el virus se transmite por contagio, antes que por picadura de mosquito; es que ninguna información que proceda del sector oficial merece ningún tipo de credibilidad; eso, y el deplorable nivel de educación dominicano.

Solo por curiosidad, ¿qué pasaría si un virus como el Ébola (del cual se habla de una tasa de mortalidad entre el 25 % y el 90 %) entrase en la República Dominicana?, ¿correría la misma suerte que la  Chikungunya?


Memorias del subdesarrollo. 

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