Tuvo que haber sido una tarde de primavera esa tarde
lluviosa en la que con mi padre jugábamos unas carreras de quién llegara
primero hasta el vehículo. No hay forma de recordar quién ganó, pero si yo lo
hice no fue por otra cosa que él hubiese dejado que así fuera.
Yo no tenía más de diez años, y él, que a la sazón
practicaba tenis varias veces por semana tenía entonces todas las de ganar.
Tal vez no es infrecuente en un niño ver a su padre como un
súper héroe, pero este de verdad que tenía poderes súper especiales: a este le
vi saltarse entre balcones, le vi correr carreras y ganarlas siempre, le vi
quitarse un dedo y volverlo a poner, lo vi escalar montañas –además de las de
la vida-, le vi, con su súper poder láser, leerme la mente. Le vi hacer tantas
cosas que aun hoy en día puedo decir esos súper poderes sí que
fueron reales.
El tiempo pasó, es cierto, y en algún momento que uno nunca
sabe bien cómo ocurre ya era yo quien podía ganar cualquier carrera física. Uno
llega a pensar que entonces los súper poderes han pasado a uno, pero no es así.
Por supuesto que esa ventaja física no hizo más que incrementarse
después, mucho más cuando sus condiciones de salud le hicieron gradualmente
invalidarse, hasta que muy al final esa invalidez se convirtió en absoluta.
Fiel a su carácter indomable, entonces decidió caminar de
otro modo. Decidió recorrer el camino que todos hemos de andar.
Pero antes de esa otra forma de andar, ¿qué lo llevó a ser
tan grande?, ¿qué lo llevó a ser tan único?, ¿qué tan especial? ¿Fueron aquellos
súper poderes que yo de niño presencié, o fueron otros aun más trascendentales?
¿Sería su vocación al estudio y a la profesionalidad que le
llevaron a ser, sin ninguna duda, uno de los mejores en su especialidad en el
país, mereciéndole una importante cantidad de reconocimientos, y una no
despreciable cantidad de posiciones gremiales aquí, y en toda
latinoamérica? (Nada mal para alguien que trilló
su camino desde un remoto municipio de Puerto Plata: Imbert.)
Quizás fue eso, o tal vez su forma de guiar y de enseñar de
una forma tan mágica las que le hicieron tan grande. Como tan fácil, tan por
arte de magia, aprendí a montar bicicleta con ella sin rueditas y él diciendo: «tú
puedes», mientras con sus brazos invisibles de súper héroe aún la sostenía.
No solo yo o mis hermanos, también fueron sus discípulos
médicos, los residentes de anestesia, los que fueron también sus estudiantes en
la universidad, para quienes su vocación didáctica resultaba ser única.
O quizás su alto estándar de moralidad difícil de emular que
le guió hacia las luchas sociales en sus versiones más nobles.
O sería, tal vez, su vocación de amistad genuina que tuvo no
solo con sus nunca olvidados coterráneos compueblanos durante toda la vida, pero
también con una interminable lista de seres queridos que su carisma cultivó a
lo largo de la vida.
O fue su humanidad, aquella que toda la vida le permitió ver
de forma indistinta al afortunado del que no tanto, y escuchar sus historias
con tanto interés sin importar quién de ellos la narrara. Bastaba con que fuera
importante para el relator.
¿Qué lo hizo tan grande? Supongo que será un enigma
pendiente de descifrar en el resto de mis días. Pero en el interín, tanto a mí
como a mis iguales no nos queda de otra que la utópica tarea de intentar calzar
los zapatos de aquel cuyos pasos ahora nos toca andar.