No es posible
concebir un modelo matemático mínimamente elegante que no de cuentas de que a
finales de octubre del año en curso (2014) todos los dominicanos hayamos sido
picados por un mosquito Aedes aegypti
o un Aedes albopictus infectado por
el virus de la Chikungunya. Pero ¿cómo pudo suceder?
Según los
números oficiales, en República Dominicana tenemos al 2 de agosto del 2014
193,395 víctimas de la epidemia del momento. Curiosamente,
este número contrasta notablemente con todos los números que no salen del
sector oficial; por ejemplo, se habla de que más de un sesenta por ciento de
los hogares ya ha sido afectado por el virus; luego, si se asume que un hogar
promedio tiene cinco personas, y que la enfermedad ha sido padecida solo por
una persona de esas casas (para ser ultra conservador), estaríamos hablando de
que el doce por ciento de la población ya ha padecido el mal, esto es, un
millón doscientos mil dominicanos.
Hay otros
números aun más fatalistas, como los que propone el empresariado dominicano
cuando habla de que ha tenido un veinte por ciento de ausentismo laboral por la
«fiebre» (literalmente) del momento. Si se considera que la muestra con la que
pudiera contar el empresariado es significativa (y no veo por qué no) estamos
hablando de que dos millones de dominicanos ya han padecido, o están
padeciendo, de este mal.
Pero ante toda
esta confusión, creo que los números más creíbles son los que usted ve a su
alrededor: converse con la gente, interróguela, y dígame usted si al menos el
diez por ciento de la gente de carne hueso, aquella que usted frecuenta día a
día, no está «a la moda».
Una vez más,
¿por qué pasó?
Se ha dicho que el virus llegó al Caribe en noviembre del año 2013, y a nuestro país en febrero del 2014. Los primeros brotes de la enfermedad ocurrieron en Haina, por lo que presumiblemente algún visitante habría venido al puerto de esa localidad, más adelante habría sido picado por alguno de los mosquitos transmisores, y a partir de ahí se habría empezado a esparcir el mal.
Pero he aquí
el dilema: en cualquier país que funcione (no una jungla) tan pronto se
detectan los primeros casos de una nueva y extraña enfermedad los pacientes
deben ser aislados, de modo tal que el resto de la población no tenga que ser
contagiada.
Ese es el
único camino posible para evitar la epidemia, no hay otro; es inútil, después
de que la epidemia ha alcanzado un cierto número de víctimas, tratar de
contenerla; es ver cumplir una vez más aquel refrán que reza: «el dominicano
compra el candado después que le roban».
Cuando la epidemia comenzaba a tomar fuerza (mayo del
2014) el presidente Medina anunció que una tropa
de ¡CUTROCIENTOS MIL DOMINICANOS! harían
una jornada de ir casa por casa a eliminar los criaderos de mosquitos. Pero, un
momento, ¿¡cuatrocientos mil dominicanos!? ¿no le parece, señor presidente, un
poco exagerada la cifra? Pero, en cualquier caso, a tres meses del inicio de la
epidemia ya se había hecho tarde para «ablandar
habichuelas».
No quiero ser
mal interpretado: ojalá hubiese este tipo de jornadas como forma preventiva
—aunque sea por la décima parte de los voluntarios que se anunció—, siempre
hemos sabido que los mosquitos son transmisores de enfermedades, y que es una
responsabilidad de Salud Pública controlar los criaderos de ellos, así como
concientizar a la comunidad dominicana a hacer todo lo que esté en sus manos para
que trabajen en esa dirección. Pero es de mal gusto la demagogia de que citando
una cifra imposible (uno de cada 25 dominicanos) se iban a involucrar en una
tarea inútil de cara al propósito para el cual supuestamente se hacía.
Hoy se habla
de que el virus está esparcido en prácticamente todo el continente, y se dice
que en el caso de al menos once de esos países (Chile, Colombia, Costa Rica,
Nicaragua, Gran Cayman, Perú, Venezuela, Panamá, Estados Unidos, Puerto Rico, Paraguay)
han recibido el virus importado desde nada más y nada menos que República
Dominicana; país que, a la fecha de hoy, tiene el setenta por ciento de todos los
casos de infección oficial en nuestra América, y el único de ellos que, hasta
el momento, tiene víctimas mortales de esa enfermedad. Hoy, varios de esos
países piden sanciones, a organismos internacionales, contra el nuestro por no haber
tomado las medidas de lugar contra esta epidemia.
Imagínese
usted, solo imagine, que alguno de esos países prohibiera los vuelos de nuestro
país hacia el de alguno de ellos —verbigracia Estados Unidos—, ¿cuál sería la
consecuencia de una decisión como esa?, amén del daño que esta epidemia tiene que haberle hecho al turismo —por
más que el secretario de turismo se empeñe en decir lo contrario—. Me recuerda
a aquella vez que la economía dominicana estaba «blindada», pero que no era tan
«blindada», pero que después se «desblindó».
Ahora bien,
empecé diciendo que no hay modelo matemático que no indique que prácticamente
toda la población, a finales de octubre, iba a ser picada por alguno de los dos
mosquitos transmisores, ya infectados, de la Chikungunya; sin embargo, los
expertos dicen que solo entre el treinta y el setenta por ciento de la
población padecerán de este mal, basado en la experiencia de otros países.
El problema es
que no se nos explica por qué razón el mal llegaría a contenerse aun cuando no
hay forma de que prácticamente todos los dominicanos recibamos la «inyección»
de la enfermedad: ¿hay alguna condición especial en esos países que permite
contener la enfermedad (quizás que tengan zonas donde no hayan mosquitos)? ¿Es
adecuado —sin saber el por qué― extrapolar esos datos a RD? ¿Es algo en el
ambiente que hace que nos volvamos inmune? ¿No todos los que sean «inyectados»
padecerán los síntomas de la enfermedad, según cómo esté su defensa? En
realidad, ¿cuál sería la razón para que todos caminemos por el lodazal sin que
necesariamente todos nos enlodemos?
Pero, vayamos
a la hipótesis (otra vez, conservadora) de que solo el treinta por ciento de la
población será infectada, es decir, tres millones de personas, que si se
multiplica por cuarenta y ocho horas (tiempo mínimo de fuertes padecimientos) tendríamos
entonces ciento cuarenta y cuatro millones de horas de sufrimiento agudo
innecesario. Pero amén del sufrimiento, ¿cuántas de estas horas habrían sido
dedicadas a la producción? Recuerden las cifras emitidas por el empresariado.
Pero la imagen
internacional, el efecto contra el turismo, los millones de horas dedicadas al
sufrimiento innecesario y los millones de horas de producción perdida no son
las únicas consecuencias de esta epidemia, para citar un ejemplo sencillo, hace
unos días la selección femenina de volleyball acaba de tener una presentación
vergonzosa frente a la selección de Italia: adivinen qué, tres de nuestras
jugadoras estelares padecían de la Chikungunya.
Entonces
vienen los pronósticos no debidamente explicados, el horripilante manejo de
Salud Pública de este virus, la demagogia de los cuatrocientos mil soldados
imaginarios que van a terminar con los criaderos de mosquitos y las cifras
oficiales tan infinitamente divorciada de la realidad, que no me parece extraño
que la mayor parte de la población aún piense que el virus se transmite por
contagio, antes que por picadura de mosquito; es que ninguna información que
proceda del sector oficial merece ningún tipo de credibilidad; eso, y el
deplorable nivel de educación dominicano.
Solo por curiosidad,
¿qué pasaría si un virus como el Ébola (del cual se habla de una tasa de
mortalidad entre el 25 % y el 90 %) entrase en la República Dominicana?,
¿correría la misma suerte que la
Chikungunya?
Memorias del
subdesarrollo.
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