Yo me declarado fanático de ChatGPT y de todas las
soluciones de inteligencia artificial similares. Y lo soy, porque nunca antes
había sido tan sencillo obtener una respuesta precisa a nuestras inquietudes.
Ya no estamos limitados a motores de búsqueda, por poderosos que sean, que nos
obligaban a explorar múltiples opciones sugeridas por Google u otros buscadores
antes de encontrar la respuesta precisa que buscábamos.
Por supuesto, cada desarrollo tecnológico tiene sus
desventajas. En este caso, el principal desafío es verificar las fuentes de las
afirmaciones que herramientas como ChatGPT proporcionan, especialmente si la
pregunta —y por ende la respuesta— es de importancia crítica.
Sin embargo, considero infundado el temor de que la
inteligencia artificial podría llegar a sustituir al ser humano. Como diría el
Rey Julien de Madagascar: "¡Nunca de los nuncas!" eso va a llegar a
ocurrir. Para respaldar esta afirmación, debemos recurrir a una rama del
conocimiento humano lamentablemente subestimada en ciertos contextos, pero hoy más
importante que nunca antes: la filosofía.
Una de las grandes preguntas filosóficas aún sin responder
es la naturaleza de la conciencia. ¿Qué significa ser consciente? Es decir,
saberse un ser único y distinto de todo lo que lo rodea. Más aún, ¿cómo se
desarrolla un propósito? ¿Qué impulsa a esa conciencia a buscar una razón y un
objetivo para su existencia?
Un ejemplo práctico para reflexionar es el de la
productividad en bienes o servicios, como los automóviles o la producción
agrícola. Si los avances tecnológicos respaldados por inteligencia artificial
logran satisfacer o incluso superar la demanda con una mínima o nula
intervención humana en el proceso, surge una pregunta clave: ¿para quién será
esa producción? La respuesta sigue siendo la misma: para el propio ser humano.
Más que centrarnos en la posible pérdida de empleo que podría generar un
desarrollo así, podríamos destacar que estos avances permitirían que los
trabajadores, que antes contribuían a la producción bajo condiciones menos
recompensadas, ahora tengan un acceso más fácil y equitativo a los bienes que
ellos mismos antes ayudaban a generar.
El argumento de que ciertas industrias enfrentarán pérdidas
masivas de empleo debido a la tecnología no es nuevo; es una constante
histórica que comenzó con la Revolución Industrial. En aquel entonces, las
relaciones entre los obreros y la producción se transformaron drásticamente, y
aunque inicialmente hubo resistencia, esas mismas innovaciones sentaron las
bases para el crecimiento económico y el avance social del que hoy disfrutamos.
En este sentido, no hay motivo para temer a la inteligencia
artificial más allá de comprenderla como lo que realmente es: una herramienta
al servicio del desarrollo humano. Con el enfoque y la regulación adecuados,
puede convertirse en un aliado poderoso para mejorar la calidad de vida y
democratizar el acceso a los bienes y servicios esenciales que las propias
limitaciones de producción anterior, dificultaban.
Eso sí, debemos usarla con cautela, conscientes de que, al
igual que sus creadores, estas tecnologías son falibles. Esto nos obliga a
estar atentos para evitar que causen problemas, más allá de aquellos que la
humanidad misma ya ha generado en el pasado.
En lo que respecta a nosotros, y nuestro modus vivendi tras esa aparente pérdida
de empleos, nuevas ocupaciones sin dudas, surgirán, y, esta vez, no solo más satisfactorias
que las anteriores, sino cada vez más haciendo uso de aquellas características
que nos hacen inconfundiblemente humanos.
Experiencias como el miedo, la alegría, el dolor, nuestra
capacidad de hacernos preguntas y, más profundamente, nuestras creencias, son
aspectos que establecen un abismo insalvable entre las máquinas y los seres
humanos. Este abismo no solo es la base de nuestra humanidad, sino también un
recordatorio de que la inteligencia artificial, por más avanzada que sea, nunca
podrá replicar lo que nos hace verdaderamente humanos.